Tuesday, February 15, 2011

El último viaje


Yo no quería viajar con papá a la finca ese fin de semana. Nunca quería acompañarlo. Siempre odié la idea de tener que dejar la ciudad, viajar por seis horas a un lugar apartado donde no hay luz eléctrica, el calor es insoportable y, además, hay una cantidad inimaginables de bichos esperándote para sacar cuanta sangre puedan de tu cuerpo. Aquel fin de semana no fue diferente. Una gran pelea con mamá para que fuera y mis lágrimas (berrinches como ella les llamaba) que no impidieron que ese sábado estuviera montado en el carro a las cuatro de la mañana. Debo confesar que una vez comenzaba el viaje, lo disfrutaba, aunque eso fue algo que nunca admití. Aquel fin de semana nos tomó sólo cinco horas llegar, pues tuvimos suerte y no nos encontramos con retenes del ejército, ni la guerrilla, ni los paramilitares. Después de llegar, no quise acompañar a papá y a Albeiro a dar una vuelta a la finca en caballo. Me quedé leyendo una revista de fútbol.
Más tarde ya estaba aburrido caminando por los alrededores de la casa sin hacer nada. Me preguntaba por qué papá se demoraba tanto, cuando veo, a lo lejos, que Albeiro viene bastante apurado gritando algo que no podía entender. Cuando está más cerca escucho que pide a Edilma el machete y luego veo a papá detrás gritándole que se calme. Yo entonces entro en pánico y salgo corriendo hacia el carro, me encierro y me pongo a llorar. Mientras espero, pienso en la naturalización de la violencia, en cómo dos años atrás el vecino fue muerto a machetazos por el mayordomo porque no le quiso subir el sueldo; o en el chofer de la buseta que nos sacó un machete para que dejáramos de reclamarle por la velocidad a la que estaba manejando; o en aquella vez que encuentro al portero del edificio donde vivía, sangrando y con la cara semi destruida por la golpiza que le dieron unos hombres como venganza pues había tocado a la niña de 8 años del quinto piso. Después de un rato, me armo de valor, vuelvo a la casa, y encuentro a Albeiro a la entrada en cuclillas con el machete en la mano izquierda, ensangrentado.

Tuesday, February 1, 2011

San Diego


Esa noche salimos después del trabajo, como todos los viernes, a tomarnos unas cervezas en las afueras de la ciudad. Aquella noche tomamos más de lo normal, entonces decidimos parar en San Diego y comer algo. Aunque era la media noche, el lugar estaba repleto. No había ninguna mesa disponible en el pequeño establecimiento, entonces nos sentamos afuera en el borde de la acera. Yo había pedido un perro caliente “con todo” y mi novia de aquel entonces pidió un chuzo de pollo. Mientras esperábamos se acercaron dos muchachos y me pidieron que les comprara algo para comer. La verdad que no parecían gamines, pero mi novia se puso bastante nerviosa, entonces yo me envalentoné y les dije: “no jodan ahora.” Ellos se pusieron agresivos, y uno sacó una navaja mientras el otro le quitaba el reloj a Mafe. Cuando salieron corriendo yo comencé a gritar mientras los perseguía, y fue cuestión de segundos cuando había un grupo de personas detrás de los ladrones. Cuando tuve a uno a mi alcancé, le mandé una patada que lo mandó al piso y, junto con otros, comencé a pegarle en el estómago y la cabeza sin parar. Mientras lo hacía, recordé al grupo que me robó una gorra que había comprado en Estados Unidos, a los hombres que nos robaron el carro en Medellín, los que se metieron en la fábrica de mi papá en Bogotá una noche y se llevaron las máquinas estampadoras. Mafe me sacó de mis pensamientos con sus gritos, me pedía que parara, que no valía la pena lo que hacía por un reloj. Fue entonces cuando miré al muchacho a sus ojos, estaban tristes y ensangrentados. Pude ver no sólo el miedo que tenía, sino también el sufrimiento que había tenido en su corta vida y paré de darle patadas. Los otros seguían, Mafe continuaba gritando “paren, no más por favor”; pero no fueron los gritos, sino el chirrido de las llantas de dos camionetas blancas, sin placas, que hizo parar la golpiza. De estas se bajaron dos hombres que inspiraban un terror que nunca antes había sentido, miraron a los alrededores, y uno de ellos sacó un cuchillo inmenso y se lo enterró en el estómago, sin ningún remordimiento, al muchacho en el piso. Mafe y yo nos volteamos y sólo escuchamos el grito de dolor y lo que parecían las agitadas respiraciones antes de morir. Inicialmente no supimos qué hacer, pero sin mirar a nadie, nos fuimos. Mafe lloraba inconsolablemente, mientras yo estaba aún en estado shock. Cuando llegamos al establecimiento donde comíamos, los hombres de las camionetas estaba allí, miraron a Mafe de arriba a abajo y le dijeron: “mamita, por lo menos nos hubiera dado las gracias...mire su reloj.” Ella de un solo brinco se fue encima a pegarles. Los hombres, muertos de la risa, me dijeron: “calme a la monita...explíquele que sólo estamos limpiando el barrio de hijueputas.” Después de un gran forcejeo, monté a Mafe al carro, y la llevé a su casa. El silencio hizo el trayecto eterno. Cuando llegamos, me disponía a bajarme, pero ella me lo impidió poniendo sus brazos sobre los míos y me dijo “no te molestés. Aún no puedo creer lo que hiciste Santiago. No te alcanzás a imaginar el dolor tan inmenso que siento.” Fue la última vez que la vi. Mis llamadas a su celular se iban directamente al buzón de voz, y mis mensajes de texto nunca recibieron respuesta. A pesar de mis constantes llamadas a su casa y visitas inesperadas, Mafe nunca quiso pasar al teléfono, ni aceptar visitas. Hoy, diez años después, sigo sin intender qué fue lo que hice mal. ¡No fui yo el que le metió la puñalada al muchacho!