Siempre
me han alabado la memoria que tengo, incluso mi esposa dice que yo me acuerdo del
día en que nací. Aunque si considero que
tengo cierta facilidad para recordar cosas del pasado, más que una cualidad, lo
considero un estilo de vida. Esto se
debe a que yo vivo en el pasado: tengo nostalgia por cosas que me sucedieron
ayer, hace un año, hace diez, hace veinte años… y al hablar de nostalgia, se me
viene a la memoria una escena de la película argentina Despabílate amor (1996). En
ésta, un niño le pregunta a su madre: “¿A qué edad comienza la nostalgia?” Yo
creo que puede comenzar desde muy pequeño.
O por lo menos yo la he tenido desde que me acuerdo, desde mis primeras
memorias en 1977 cuando vivíamos en Cartagena.
En ese entonces era el único hijo y mis papás siempre me llevaban a
todos los lugares que ellos fueran. Me
acuerdo del restaurante “El galeón” que quedaba dentro de un barco. Me acuerdo de los cangrejos que se escondían
detrás de los tanques de gas que teníamos en el solar de nuestra casa en el
barrio Crespo. Me acuerdo de lo cerca
que quedaba el mar. Me acuerdo de una
vez que me enviaron solo a Medellín, y el avión hizo escala en Barranquilla, y
yo me puse a llorar porque no me dejaban bajar pensando que ya había llegado a
Medellín. De todas estas y otras
memorias, la que siempre he tenido y tendré más presente es “El llanero
solitario.” Esta era mi serie de
televisión (ya vieja para la época en la que yo veía) favorita. Me acuerdo del antifaz que yo siempre
llevaba, de mi correa y revólver, y de cómo intentaba imitar la música que se
usaba cuando el llanero estaba montado en “Plata” corriendo a toda
velocidad. Esta serie fue mi primer
contacto con el oeste norteamericano.
Todavía no estaba contaminado de los estereotipos que Disney traería
unos años después (por lo menos para mi).
Acá el llanero tenía un compañero indio de nombre Toro, aunque hace unos
años, cuando me vine a vivir a los Estados Unidos, me enteré que su verdadero
nombre era “Tonto.”
En unos
pocos días sale una nueva película de esta serie, y aunque admito que tengo
cierto temor que no colme mis expectativas, la veré con gran gusto, pues la
calidad de la película no importa, lo que vale para mí es que cuando vaya a ver
la película, mi cuerpo estará sentado en el teatro, pero en mi mente, yo estaré
en Cartagena, en 1977, sentado frente a un televisor en blanco y negro, con un
antifaz y con un revólver de juguete al lado.